¿Alguna vez han tomado un taxi gratis a todo riesgo? Bueno, les cuento que hace tres días —desde que escribo este breve texto— he llegado a Mollendo. Para los que no conocen mi querido puerto, Mollendo un es lugar en declive. No me refiero a la prosperidad, sino a la geografía. La ciudad, la parte residencial y comercial, es una larga cuesta sobre roca. De tal manera, el centro comercial y político de la ciudad está “abajo”. Bajar caminando es fácil, divertido… te vas saludando a todo mundo. La subida cansa un poco.
Los dos primeros días hemos estado haciendo una limpieza profunda en la vieja casona de madera. Recién hoy pude salir a caminar un poco. Así que me fui al mercado a almorzar temprano. Ya con el estómago lleno no sabía si caminar de regreso a mi casa, que no está en la parte de abajo, o tomar un taxi.
Es muy usual que pase algún conocido en auto y te jale con un taxi gratis.
Acá muchísimas personas, si no son parientes son amigos, o, cuando menos, conocidos. Es un lugar bastante endogámico. Muchos son primos, cuñados, sobrinos, por algún lado.
El asunto es que decidí caminar un poco en subida para bajar los chicharrones y de pronto un auto sobreparó a mi izquierda y me dijo “ven, sube, te jalo”. Creo que era una Nissan Sentra. Era gris y muy viejo y en desastroso estado. Pensé que sería, como es normal en este puerto, un conocido. Me dio vergüenza no reconocerlo, así que me subí sin protestar. Por dentro el auto era más calamitoso aún.
Cuando me dijo “te jalo”, intuí que el chofer sabía dónde vivía yo. Mi casa es patrimonio arquitectónico de Mollendo y muchos la conocen. Eso me hizo creer aún más que la persona me conocía. O quizás era algún amigo de mi papá o de mi mamá—era un hombre mayor que yo—, que sabía quién era yo. Tal vez era una de las personas que me seguían en las redes sociales. No quería ser descortés y sentía algo de vergüenza al no poder identificar quién era.
Ya dentro del ocasional vehículo me dijo “yo jalo a mil personas al día haciéndoles taxi gratis”.
Me di cuenta entonces, con algo de nerviosismo, que había caído en una trampa. “Ah, qué amable; yo vivó acá nomas a una unas cuadras”, dije intentando no mostrar mi nerviosismo.
– Me he ganado una lotería de mil millones de dólares.
– Ah, qué bueno —le dije—.
– Me voy a comprar un Lamborghini Murciélago —tal vez se dio cuenta que observaba el estado ruinoso de su automóvil—.
Allí me calmé un poco. No me había subido al carro de un secuestrador, sino de un loco. Quizás, ello podía ser peor. Iba ligeramente rápido, pero igual pensé que lo mejor sería saltar si el hombre no se detenía en la esquina de mi casa. Así que identifiqué la manija para abrir. No tenía. El carro era realmente una carcocha andando. No veía el manubrio para abrir. Le dije de una vez: “déjame en esta esquina”.
¿Un taxi gratis con suerte?
Contra mis temores, se detuvo, se recostó sobre mí, pero fue para jalar un cordel en la puerta con la que se abrió. Ya en la pista nuevamente le dije: “gracias, y suerte con la lotería”.
No pasó de una anécdota entre asustada y graciosa. De todas manera, justo pensaba comprarme la Tinka hoy que está en 24 millones, no en mil. Quién sabe si este amable loco no es una señal. Y si no gano, al menos me ahorré el taxi hoy. Es mi día de suerte pese a todo.
Por: Eduardo Abusada Franco
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