Hace pocos meses se estrenó en Netflix una adaptación de la novela Pedro Páramo de Juan Rulfo. Dirigida por el cineasta mexicano Rodrigo Prieto, trata de contar con imágenes la historia de Juan Preciado, quien por una promesa hecha a su madre antes de que ella muera, viaja a Comala a buscar a su padre, “un tal Pedro Páramo.”
No he encontrado un término para calificar esa obra esencial de la mexicanidad, con todo lo que tiene ella de universal y de particular para condensar el ser y el quehacer de los llanos fríos y las tierras calenturientas y extrañas que están al sur del río Grande.
Pedro Páramo no sólo dice sino calla; no sólo describe los paisajes, sino que penetra en ellos; no sólo cuenta una historia, sino que también la vive, la llora, la recuerda. La vida, la soledad, el poder, el dolor, la ausencia, los sueños, los dioses de la ira y de la resignación no sólo están presentes en la obra, sino también desaparecidos, callados, enmudecidos por el soterrado grito de la muerte que resuena en Comala de un confín a otro “hasta donde alcance la vista”.
Somos hijos de Pedro Páramo
En América Latina todos somos, de alguna manera, hijos de Pedro Páramo. En sus brazos recibimos el agua del bautismo y todos hemos ido después en su búsqueda para saber qué somos y quién somos. Nuestras madres también se llaman Dolores o algún nombre parecido. Nuestro tiempo es como el de la canícula “cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias.” Nuestro camino «sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para él que viene, baja.» Alguien, igual a nosotros, nos acompaña y también busca a su padre, Pedro Páramo. Cuando le preguntamos quién es nos responde con rabia: “Un rencor vivo.”
Úrsula Iguarán, en Cien Años de Soledad, está buscando unas ropas en un baúl viejo cuando de pronto lanza un grito: “Ay… me picó. ¿Qué?, preguntó alarmada Amaranta. La araña, respondió Úrsula. ¿Dónde está replicó Amaranta? Úrsula se puso un dedo en el corazón. Aquí, dijo.” Ese mismo corazón de Dolores que estaba lleno de agujeros en la foto que su hijo Juan guardaba en el bolsillo de su camisa y que no era “cosa de brujería” sino de la simple vida terca y solitaria.
Nada podrá igualar al libro de Juan Rulfo, ni, aunque como dicen, una imagen valga más que mil palabras. Cuando éstas se enhebran de tal forma que perpetúan el acto de la creación o que nos recuerdan que el verbo se hizo carne, ya no son solo palabras sino hierofanías. En ese trance, un mexicano sencillo y solitario puede ser Dios o soñar que es Dios y contar para siempre la historia de su pueblo.
Por: Jorge Alania Vera
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