Me bautizaron con el nombre de Eduardo. Algunos, en la familia, de muy niño, me llamaban Lalo. Pero como yo aún no podía pronunciar bien decía “Yayo”; así que las primas de mi mamá me dejaron con “Yayito”. Pero él me decía “Eduardichi… Eduardichi”. Tanto me lo dijo que aún algunos amigos de hace cuarenta años —es un lujo tener amigos que duren cuatro décadas— aún me dicen Eduardichi.
Él, quien así me rebautizó, era Moisés. Lo trajeron de la chacra, del campo, para que juegue con mi hermano y conmigo durante los veranos. Así como un juguete, como un carrito a pilas. Era como de mi tamaño, voz arrastrada con mote serrano, pelos parados, piel aceitunada y con chapas marcadas por algún frío lejano. Yo era entonces el hijo de los patrones, de los dueños de la antigua casona, que por su tamaño la conocían como La Villa, y en la que vivían varias familias, tanto parientes como personas a los que se les alquilaba, formándose una especie de miniciudad, una vecindad del Chavo.
La tarea principal de Moisés era atender cosas menudas de la casa, pero otro a de sus ocupaciones principales era ser mi compañero de juegos o, si yo lo quisiera, mi juguete. Pero él no estaba dispuesto a tal papel. Fue rebelde, arisco, indomable; a la vez que travieso y juguetón.
En mis nostalgias mollendinas siempre está él, sobre todo en las memorias más lejanas, en las de la primera infancia. Sin embargo, lo recordé con intensidad hace unos meses y se me quedó en el tintero de las ideas esta columna. Estaba escuchando por YouTube una entrevista a la longeva y gran actriz Delfina Paredes y allí ella contaba que en el mundo andino no usaban el diminutivo “ito”: por decir, verbigracia, Eduardito. Sino que se forma el diminutivo usando el sufijo “ucha”. De tal manera, si vamos a la Historia, se suele citar al hijo de José Gabriel Condorcanqui como Fernandito Tupac Amaru, quien tuvo que ver la cruel tortura a la que fue sometido su mítico padre. No obstante, en el Ande, se le dice Fernanducha.
Ello explicaba la sabia señora Delfina y como un resorte se me vino el Eduardichi que me decía Moisés; o, como decimos en el sur, “el” Moisés. Tal vez venía de allí esa chapa, pero cuando me quería molestar, me decía “Eduardichi, pásame la chichi”. Porque, como decía, era muy travieso e irreverente.
Estuvo unos tres o cuatro veranos en la casa. Yo solo lo veía en aquellos meses estivales, aunque vivió años enteros en la casa, pues llego a recordarlo aún con el uniforme único escolar color gris rata de aquellos años y la correspondiente camisa blanca. Cuando tienes diez años o menos, las vacaciones de verano son una vida entera. Será por eso que existen aquellos imborrables amores de verano. Así como las amistades de verano. Como ésta.
Recuerdo su rostro de ternura, su carita achinada, en una ocasión particular. Estábamos en la tolva de la camioneta Datsun de Julio, el segundo esposo de mi abuela; es decir, mi abuelo cuando fui niño. Tal vez hable de él en otra ocasión. Trabajaba el ganado y sabía hacer todo tipo de nudos y manualidades. Creo que fue él quien trajo al Moisés de la chacra, era Julio quien conocía a su familia sanguínea. Murió apenas hace unos meses, habiendo tenido una larga vida llena de anécdotas y experiencias. Murió casi ciego ya por la edad. En la última conversación que tuvimos me dijo que veía duendes en el jardín, lo que era la antigua huerta de La Villa, que le hablaban. No le dije que eso era imposible. Yo también quisiera llegar a vivir tanto y hablar con duendes. En suma, el hecho es que veía a Julio como un tipo intrépido, fuerte, como un verdadero cowboy. Yo veía al serie Bonanza en ese tiempo y realmente parecía sacado de aquella popular serie. Ese día el Moisés estaba que me batía duro con lo de Eduardichi y no sé qué más y me hizo llorar. Estábamos sentados en la tolva, que al ser una camioneta de una sola cabina, era más larga. Entonces le dio un jalón al Moisés tomándolo del tobillo. Por cierto, mi compañero de juegos nunca usó zapatos ni zapatillas (salvó cuando lo mandaron al colegio… creo que tuvo que nivelarse, pues no iba a la escuela en la chacra). Usaba ojotas. El asunto es que Moisés cayó de culo sobre la tolva —estaba sentado sobre la parte elevada que va sobre la llanta que hace de banquito en esas camionetas—.
Era una caída muy corta en realidad, cayó suave, pero humillado. No le podía contestar nada al Julio, tampoco a mí. Era siempre rápido de respuesta, jodido; a mi hermano también lo vacilaba. Pero en ese momento se quedó callado. Vi que enterró la cabeza en su pecho. Creo que quería llorar, pero se contuvo. El Moisés no lloraba. Yo sí, era chiquillo chillón y quejón. Ahora pienso que estaba esperando que me burle de él, que lo insulte, que le diga “cholo, indio, serrano”, como le decían otros chiquillos que también vivían en La Villa. Yo no canté victoria. No sentí nada. Tal vez también me dio pena. Luego de un minuto, viendo que no me ríe de la reprimenda que le dieron, me sonrío. Y me ríe con él. Y el Julio también se río. Hasta el final el Julio me decía también Eduardichi y se acordaba del Moisés.
Había pues otros chicos en La Villa. Algunos sí se la tenían jurada al Moisés y le buscaban bronca. Los adultos de aquel tiempo podrían pensar que era porque lo veían como el sirviente de los dueños de la casa; más yo sé que era por otra cosa. Los otros chicos de La Villa tenían cancha para juegos como las canicas o los trompos. De aquel grupo sigue siendo mi querido amigo —otro amigo de más de cuarenta años—, el Vico, que vive actualmente en España y era habilidoso en los trompos, las canicas y la pelota. El mayor del grupo era el Cabezón Valdivia, que para aquel tiempo, era para nosotros un gigante. Su puntería en las canicas era infalible. A veces nos quedábamos en la avenida conversando hasta tarde; y él, siendo el más grande, nos asustaba con relatos de fantasmas y aparecidos, con ruidos de ultratumba que venían de la centenaria Villa, que ahora y entonces, sigue siendo gran parte de madera de pino oregon.
Mi hermano y yo llegábamos de Lima. Seguramente nos veían como “pituquitos”. Jugábamos con esos chicos. Era un mundo fascinante. Mis papás me compraban canicas relucientes y trompos nuevos. Pero cuando entraba la zona del Vico y sus primos —que vivían en el ala derecha de La Villa, mirando hacia la entrada principal— me ganaban todas mis canicas y me rompían mis trompos. Era la ley de aquellos juegos.
Entonces venía el Moisés y me vengaba. No sé dónde había aprendido a jugar trompos y canicas. Recuperaba lo que yo perdía. Era mi as bajo la manga. Por eso, creo, lo odiaban y le decían “cholo de mierda”. Aunque no todos. El Vico siempre le tuvo cierto callado respeto. No podía despreciar su talento en los trompos. Pero había un muchacho en particular, uno que era realmente malo, a quien le decían ‘el Corcho’. El resto éramos solo niños. Pero ese chico insultaba feo a Moisés. Espero que haya cambiado; pero en los ochenta era mala uva. Además era alto y fuerte; pero el Moisés, aventurero como siempre, se le escapaba cuando le quería pegar. Y si acaso llegaba moreteado, se reía para que yo no lo note. No se quejaba, no quería hacer problemas, no pasaba nada. Se reía como la vez en la camioneta.
El Moisés no lloraba. Recuerdo sí que sufría de los bronquios. Mi abuela Ruthy, como toda abuela, cultivaba las recetas caseras antes que ir a la farmacia o al médico. Le preparaba un impasable mate de sábila, que el pobre Moisés tomaba entre muecas. Sentía el horrendo olor del preparado y lo miraba con sorpresa. “¿Te vas a tomar eso?”, le decía. Hacía alguna mueca para hacerme reír, y se lo tomaba. “Está rico, Eduardichi, ¿no quieres un poco?”.
Pasaron los años y dejé de ser niño. Me convertí en adolescente y empecé a ir a tomar con los amigos mollendinos en verano y ya menos a jugar en la vieja casona subiéndonos a los árboles de granadas como hacíamos con el Moisés. Motivo más potente que la impostergable adolescencia, fue que el Moisés desapareció. Regresó a algún lado. A la chacra, supongo. Solo sé que ya no estaba. No recuerdo qué me dijeron. Llegaron más veranos, pero mis aficiones ya no eran canicas ni trompos. Prefería el billar y ron barato con los amigos. Moisés quedó como una anécdota del pasado. Alguna vez le pregunté a Julio por él, pero siempre olvido la respuesta. Julio, a pesar de su edad trajinada, se acordaba de todo.
“Por empezar les tendría que decir que la culpa de todo la tiene el tiempo. Sí, como lo escuchan, el tiempo. El tiempo que se empeña en transcurrir, cuando a veces debería permanecer detenido”, escribió en un texto Sacheri. El tiempo, imperturbable y sin piedad, siguió transcurriendo. Ya estaba yo en la universidad. Como el día que escribo estas líneas, desde entonces ya empecé a usar mis primeras barbas. Era una mañana cualquiera de invierno. No era verano, los meses en que veía a Moisés. Estaba matando el tiempo con unos amigos en el viejo Malecón Ratti de Mollendo, viendo la braveza del mar. A veces van campesinos del valle de Tambo allí a hacerse fotos con el mar, el muelle, el ferrocarril, la Isla Ponce y el Castillo Forga de fondo. Ese día, luego de tantos años de ausencia y olvido, lo volví a ver. Un espectro, un resucitado del pasado. La infancia con sus señales que vuelve una y otra vez hasta el día en que arrugados y marchitos agonizamos en una camilla de hospital. Fue él quien me reconoció. Ya era un hombre, pero era su mismo pelo trinchudo. Eduardichi. ¿Moisés? Le extendí la mano. Me abrazó. Me presentó a su mujer y un bebé, su hijito. Y les dijo: “Él es Eduardo, es mi hermano”. Le pidió a su mujer que nos tome una foto con una de esas cámaras de rollo horizontales mecánicas en las que tenías que girar el carrete con el debo.
Fue la última vez que lo vi. Quisiera volver a preguntarle al Julio, que todo lo recordaba, qué fue del Moisés, dónde vive. Pero Julio ya murió, hace poco, conversando con duendes.
Por: Eduardo Abusada Franco
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