Niki Lauda y James Hunt, dos personalidades opuestas, una sola pista, una sola meta: ser el campeón del mundo de la Fórmula 1. En esta columna de Plaza Tomada recordamos ese encuentra a raíz de la película Rush.
Por: Eduardo Abusada Franco
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Como la mayoría de chicos nacidos en la última curva de los 70’s, fui criado de una manera bastante simple: niños, carritos y soldaditos; niñas, muñecas y cocinitas de juguete. Supongo que era esa la educación habitual. A mí me tocaron entonces los carritos. Tenía un Alfa Romeo verde limón que era mi favorito. Lo hacía correr y saltar. Lo imaginaba —y a mí en él— devorar el asfalto a velocidades supersónicas.
Pero tenía un primo que tenía muchos más carritos. Él era un fanático de la Fórmula 1. Eran los años 80 y mis referentes en las carreras eran Ayrton Senna y Alain Prost. Aunque por algún motivo que no sé, deduzco que me lo recomendó mi hermano mayor o este primo, me hice más hincha de Nelson Piquet. Por su parte, mi primo, citaba siempre a Niki Lauda, al que yo no conocía tanto. Este primo era mayor que mi hermano y yo por varios años, y en su mente estaba más cercano Lauda, el gran Niki Lauda. Mi primo, coincidentemente, se llamaba —se llama, aunque no lo veo ya tanto desde que hace años falleció mi tía Carlota— Nikki, con doble “k”. Quizás allí nació su fanatismo con el piloto austriaco.
El fantasma de Niki Lauda
Yo no había nacido aún. Mi primo Nikki quizás lo vio siendo muy niño, ya que fue noticia mundial. El primer día de agosto de 1976, Lauda, el más grande piloto austriaco de todos los tiempos, estrelló su Ferrari durante el Gran Premio de Alemania, tras una falla en la suspensión del auto. Fue en la pista de Nürburgring, la más letal del campeonato. El bólido y su conductor se convirtieron en el acto en una bola de fuego.
El austriaco estuvo casi un minuto envuelto en llamas, en el infierno mismo. 55 segundos. Una quemante eternidad. Los suficientes para desfigurar su rostro para el resto de su vida. 55 segundos en que sus pulmones se invadieron de un humo tóxico que lo dejó al borde la muerte. Tuvieron que aspirarle los pulmones varias veces.
Desde entonces, cada vez que oía hablar de Niki Lauda, escuchaba del accidente y su rostro achicharrado por las llamas; pero pocos me hablaban de sus logros, de su temple de piloto, de su velocidad fría y calculada. Lauda se me hizo un fantasma, el sobreviviente quemado de un hombre que iba a más de 190 kilómetros por ahora.
Quizás sí me lo contó mi primo y lo olvidé, pues era un pequeño, y tal vez sí me dijo que Niki Lauda regresó a las pistas solo a 42 días del accidente envuelto su rostro en una máscara y quedó cuarto en la carrera de regreso. Pero de lo que sí estoy seguro, es que no me contó de James Hunt.
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James Hunt y Niki Lauda, el hambre de la rivalidad
Hace poco recién pude ver la película de Rush. Pasión y gloria (2013), de Ron Howard (no hace películas malas este tipo). No es una película biográfica precisamente sobre Lauda, sino que es un film sobre la rivalidad entre un veloz austriaco y un irreverente inglés. El primero, Lauda, obsesivo, analítico, calculador, constante; el segundo, James Hunt, díscolo, playboy, inconstante, vehemente, temerario.
En la F1 se han dado en ocasiones estos enfrentamientos. Pilotos que se alternan en el podio, luchando a muerte en la pista, porque solo uno puede ser el primero. Me animé precisamente a escribir esta columna pues había ya escrito una sobre otro legendario enfrentamiento en las pistas: el del brasileño Senna con el francés Prost: el joven león contra el experimentado león. Solo uno podía ser el alfa de la manada.
Pero estas rivalidades no se tratan de odiar al otro, todo lo contrario. Esas ganas de ganar, de rebasar al McLaren del “enemigo”, de James Hunt, en cada curva, son el hambre que hizo de Lauda el campeón mundial. Pero también fue la causa de aquel terrible accidente, el hambre insaciable de triunfo, de estar primero. Y a su vez, fueron las ganas de superar a Hunt lo que lo mantuvo vivo mientras le aspiraban los pulmones.
En la película, tras regresar a las carreras, encaró al inglés. Lo culpaba en parte por el accidente, ya que Hunt se opuso a la propuesta de Niki de cancelar la carrera por la lluvia y el peligro que acarreaba para todos los pilotos, siendo esa la pista más peligrosa del todo el circuito anual. Lauda, interpretado por Daniel Brühl (lo descubrí como actor hace una punta de años en Good Bye, Lenin!), lo enfrenta con estas palabras: “Pero créeme, al verte a ganar en la pista, mientras yo luchaba por mi vida, eres igualmente responsable por traerme de vuelta”. Hunt no fue su enemigo ni su rival, fue su desafío.
Dos pilotos, dos destinos, una amistad
A fin de cuentas, Lauda calculó, como en cada carrera que estudiaba, su destino. Volvería a ser campeón del mundo dos veces más luego del accidente. Hunt logró serlo una sola vez, en 1976, el año del accidente de Lauda. Era claro que, libra por libra, Niki Lauda fue un piloto más exitoso y que solo gracias al accidente, que le hizo perder muchos puntos, fue que Hunt pudo campeonar ese año.

Empero, parece que ello no le importaba tanto como al obsesivo Lauda. James solo quería divertirse, vivir a la vida a su manera, sin frenos, rápido, como en la pista. No le importaba el legado, ni la leyenda, sino vivir el momento. Enfrentar a la muerte para sentirse terriblemente vivo, a cada instante. Se gastó todo en licores, mujeres y noches sin límites y eternas. Gastó su dinero y su juventud. Y lo disfrutó, sin arrepentimientos. Lauda, dado su carácter, debía odiar ello. La personalidad de Hunt, a pesar de todo, era atrayente —no así el perfeccionismo de Lauda— incluso para el metódico austriaco. Polos opuestos se atraen, y aunque Hunt acabó pronto su carrera de piloto y su vida—como tenía que pasar—, Lauda llegó a apreciarlo profundamente. Fue una personalidad de esas, que una vez que las conoces, aunque solo sea solo un día, nunca más se olvidan.
En sendas entrevistas el mítico piloto de Ferrari confesó su apreció por su vieja némesis. En el film, el personaje cierra con estas hermosas palabras, al verlo por última vez y aconsejarle que entrene de una vez para el siguiente campeonato y que deje de celebrar: “Por supuesto, él no me escuchó. Para James un campeonato mundial era suficiente. Había demostrado lo que tenía que demostrar, y a todos los que habían dudado de él. Dos años después se retiró. La próxima vez que lo vi fue siete años después en Londres. Yo era campeón otra vez, él era cronista deportivo. Iba descalzo, en una bicicleta, con un neumático pinchado. Seguía viviendo cada día como si fuera el último. Cuando escuché que había muerto a los 45 de un ataque cardiaco, no estaba sorprendido, estaba triste. Todos pensaban que éramos rivales, pero era de las pocas personas por las que sentía afecto. Y aún más que afecto, le tenía respeto. Él es la única persona a la que he envidiado”.
Esta es no una historia de rivalidad. Bien vista, de la única forma que debe ser vista, es la historia de una amistad. Una amistad marcada a fuego.
NOTA: Imagen de portada de @Sutton Images

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