La matanza en El Sexto forma parte de la historia de las prisiones peruanas. Pocos episodios son tan sangrientos y recordados como la masacre de 1981 en el penal de El Sexto. Lo que comenzó como un hacinamiento crónico y una rivalidad incesante entre internos, culminó en un día de fuego y cuchillos que dejó una cicatriz imborrable. Este relato desglosa los hechos que precedieron, ejecutaron y sucedieron a aquella brutal jornada.
Antes: La olla a presión del hacinamiento y la rivalidad.
Mucho antes de que la violencia estallara, el Centro Penitenciario ‘El Sexto’ era un polvorín a punto de explotar. Ubicado en el corazón de Lima, entre las avenidas Alfonso Ugarte y Bolivia, este penal había sido, incluso, refugio del escritor José María Arguedas en 1938, una experiencia que lo llevó a escribir su desgarradora novela ‘El Sexto’. Sin embargo, para el verano de 1981, el presidio albergaba a 1115 internos en sus tres pisos, una cifra abrumadora si se considera que su capacidad real era apenas para 300. Este hacinamiento extremo no solo hacía inevitables los roces, sino que alimentaba la tensión entre las dos bandas que controlaban el penal: ‘Los limeños’ y ‘Los chalacos’.

La aparición de los narcotraficantes añadió una nueva capa de complejidad y corrupción. Estos reos formaban una “élite” que pagaba ‘protección’ tanto a avezados delincuentes como a los propios Guardias Republicanos (GR). Guillermo Cárdenas Dávila, el célebre ‘Mosca loca’, era uno de esos narcotraficantes, tan audaz que llegó a ofrecer al entonces presidente Fernando Belaúnde pagar la deuda externa del país a cambio de operar tranquilo en la selva.
Las fricciones entre ‘Los limeños’ —capitaneados por Octavio ‘Patón’ Ramos— y ‘Los chalacos’ —liderados por David ‘Cholo’ Coropuna y Eduardo ‘Ojo de vidrio’ Acosta— eran constantes. A fines de 1980, los choques armados obligaron al traslado de 23 chalacos a Lurigancho. Lejos de resolver el problema, estos reos sembraron tanto caos y terror en su nuevo destino que los internos de Lurigancho exigieron su retorno a ‘El Sexto’.
El ministro de Justicia de entonces, Felipe Osterling (1932-2014), lo describiría más tarde en su libro En justicia como una medida peor que «intentar apagar un incendio con gasolina». Además, ‘El Cholo’ Coropuna había impuesto en Lurigancho la cruel “deuda de afuera”, un sistema de extorsión a los familiares de los internos ‘mansos’, que incluía amenazas de muerte ‘por accidentes’ o ‘suicidios sospechosos’ si no cumplían.

Durante: El estallido de la matanza en el Sexto.
Las primeras horas de la mañana en El Sexto.
La mañana del miércoles 4 de marzo de 1981 fue el preludio de la tragedia, la chispa que encendería la matanza en El Sexto. Los reos comentaban el frustrado intento de fuga en Lurigancho a través de un túnel de cien metros.
A pesar de las expectativas de un traslado de personal, los uniformados permanecieron en el penal de Alfonso Ugarte, lo que desató la furia y las acusaciones mutuas entre limeños y chalacos por posibles «soplos». La chispa que finalmente detonó el conflicto fue un acto trivial, pero cargado de simbolismo: un ‘limeño’ apagó su cigarro en la espalda de un chalaco. Aunque la policía disparó al aire para calmar los ánimos, la amenaza de los porteños al retirarse —“¡Preparen su mortaja!”— resonó como una profecía de la matanza en El Sexto.
El Sexto por la tarde.
Cerca de las dos de la tarde, Víctor Machado, de Barrios Altos, fue apuñalado. Las rencillas se intensificaron y las chavetas envueltas en trapos comenzaron a salir a la luz. Los limeños escalaron la afrenta escupiendo y orinando en las ollas de los chalacos. La Guardia Republicana intervino para auxiliar a Machado, pero la ira de Octavio Ramos, ‘Patón’, líder de los limeños, era incontenible. Media hora después, ‘Patón’ y dos de sus hombres buscaron a Walter Paulet, conocido como ‘Angelito’, un ‘paquetero’ del Callao. Blandiendo su cuchillo, ‘Patón’ le hizo cuatro cortes en la cara y el pecho, creyendo saldada la vendetta.
Sin embargo, la verdadera matanza en el Sexto apenas comenzaba. Los compañeros de ‘Angelito’ y los guardias intentaron socorrerlo, pero una turba enajenada de limeños lo impidió, dejándolo morir desangrado.
Ciego de ira, el ‘Cholo’ Coropuna, un ‘faite’ temido que había caído por acribillar de 12 tiros a un alférez en Chorrillos, reunió a sus huestes. Junto a él, el feroz ‘Ojo de vidrio’, un tuerto que, según la leyenda urbana, se sacaba el ojo falso para despistar a la policía. De sus escondites sacaron un arsenal improvisado: chavetas, lanzas fabricadas con fierros de catres, revólveres viejos que pasaban por los techos y verduguillos embarrados con excrementos para provocar gangrena, todo para la matanza en El Sexto.
Un Sunset de sangre
Cerca de las seis de la tarde, los compinches del fallecido ‘Angelito’, buscando venganza, lograron subir al tercer piso del Pabellón A, donde se encontraban más de 500 reclusos. Acorralaron a tres limeños en sus celdas, les echaron candado, los rociaron con kerosene y les prendieron fuego.
En su desesperación, los cuerpos envueltos en llamas lograron romper el candado, solo para ser lanceados «como si fueran anticuchos humanos». La descripción de Osterling al llegar al penal es escalofriante y pinta el cuadro de la matanza en El Sexto: «Por algunas ventanas de las celdas, salían columnas de humo. Están quemando colchones, pensamos todos. De pronto, el viento cambió y nos trajo un olor desconocido, penetrante, alucinante, ¡es carne humana, se están achicharrando!»
Una noche de encarnizado enfrentamiento
A las 7:30 de la noche, la guerra total se había desatado en todo ‘El Sexto’. Cerca de 200 presos participaron en la brutal gresca. La Policía se aprestaba a intervenir, pero el ‘Cholo’ Coropuna y ‘Ojo de vidrio’ provocaron un cortocircuito.
Las tinieblas se apoderaron del pabellón y solo se escuchaban disparos, gritos de horror y el sonido metálico de navajas y lanzas chocando. En el caos, muchos reclusos ajenos a los bandos aprovecharon para cobrarse viejas revanchas. Algunos enloquecidos llegaron hasta la lujosa celda de ‘Mosca loca’ para asesinarlo y saquear sus artefactos eléctricos, pero huyeron al ver que seis guardias protegían la puerta con ráfagas de metralleta al aire.
A pesar de haber sobrevivido a ese día, ‘Mosca Loca’ moriría en un sangriento motín en el mismo penal en 1984, un evento posterior a la matanza en El Sexto inicial, aunque hay versiones que aseguran que simuló su muerte para desaparecer para siempre del manto de la ley.

Por su lado, ‘Ojo de vidrio’ batalló con una ferocidad demente. ‘Los limeños’ se batieron en retirada y cometieron el craso error de encerrarse en cuatro celdas del tercer piso. ‘Los chalacos’ fueron a la celda de Juan Ríos, apodado ‘Huesito’, un interno regenerado que se dedicaba a la artesanía, y lo mataron solo para arrebatarle el kerosene y thinner que utilizaba en sus trabajos. Con estos combustibles, improvisaron bombas molotov y las arrojaron en las celdas de los limeños. Las llamas se avivaron rápidamente con las frazadas y colchones. Impertérritos, ‘Los chalacos’ observaron cómo 27 de sus enemigos se quemaban vivos, clamando piedad en el fragor de la matanza en El Sexto.
Después: Las cicatrices y el legado de la matanza en el Sexto
A las 9 de la noche, la orgía sangrienta había llegado a su fin. El ‘Cholo’ Coropuna, con astucia, se infligió cortes para que lo llevaran a un hospital y poder fugarse, pero fue reconocido. Años después, sería sentenciado a 120 años de cárcel en los Estados Unidos por asaltos en ese país. A las 5 de la madrugada del día siguiente, ‘Los chalacos’ descubrieron al ‘Patón’ escondido en ‘La Rotonda’. Lo apuñalaron sin piedad, consumando la venganza por la matanza en El Sexto. Horas más tarde, un atrincherado ‘Ojo de vidrio’ depuso las armas y, personalmente, entregó su revólver al director de ‘El Sexto’.
Las autoridades tardaron varios días en reconocer los cuerpos. De los 31 muertos, 29 fallecieron achicharrados y asfixiados, y decenas más quedaron heridos a chavetazos. Aunque ‘El Sexto’ fue clausurado años después, el horror de la matanza en El Sexto dejó una cicatriz profunda. La crónica de este evento sirve como un sombrío recordatorio de que el hacinamiento y el poder de las bandas persisten como problemas crónicos en los penales. La historia de esta tragedia, que conmocionó a la sociedad, advierte que puede repetirse si no se abordan las causas fundamentales que la propiciaron, haciendo de la matanza en El Sexto un caso de estudio crucial para la justicia y la reforma penitenciaria.
Por: Eduardo Abusada Franco
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