Tenía apodo de apariencia rusa, pero era suiza. Norka Rouskaya. Así la llamaban, pero el nombre que le dieron al nacer era Delia Franciscus. Aún no había cumplido la veintena. Tenía entonces 18 años y ya tocaba el violín con fervor renacentista. Había pasado muchas horas encerrada en su habitación; y desde su balcón, en las gélidas noches del invierno boreal, cuando ciudades enteras se congelaban y los horrores de la I Guerra Mundial aún desbordaban Europa, ella tocaba. Sabía de memoria las partituras de Chopin y también las de Tchaikovsky. Su destino era tocar. Tocar y bailar. La noche que conoció a José Carlos Mariátegui ya se empezaba a hablar de su danza por algunos teatros del mundo; un baile capaz de despertar, incluso, el interés de los muertos y el de un cuerpo maltrecho como el de lánguido José Carlos.
Lima aún tenía bríos de una ciudad virreinal. Y, por ende, la cúpula de la aristocracia (y de la intelectualidad) estaba sedienta de espectáculos de lujo. 1917 fue la ocasión perfecta. Había arribado a la ciudad la artista española Tórtola Valencia y, José Carlos Mariátegui, secundado por otros periodistas de la época, le propusieron interpretar la Marcha fúnebre de Frédéric Chopin. Lima, ciudad de elegantes hombres de frac y sombrero y de mujeres cuyos vestidos llegaban luego de unas semanas en barco desde Francia, lo merecía. Al menos así lo pensaban. No obstante, el espectáculo habría de ocurrir solamente en sus mentes y convertirse rápidamente en un anhelo. Una capital acostumbrada, por entonces, a la herencia cultural europea (y de una Europa no tan europea como la rusa) navegaba en los recuerdos de una noche que nunca fue. La Tórtola no pudo. Pero ahora Norka estaba en Lima. Era la oportunidad.
Primer acto, el encanto de Norka Rouskaya
El telón bajó en el Teatro Municipal. Norka bailó. El aroma de las ansias de espera tuvo un sabor que pronto se transformó en admiración. Sus movimientos, exquisitos como insoportablemente perfectos, se confundieron entre el estupefacto aliento del público. Norka Rouskaya observaba con la mirada perdida, miraba sin ver, como las tapadas limeñas; como si hubiera sido poseída por las melodías del más allá que dictaban los músicos de los siglos pasados.
El Presbítero Maestro era el símbolo de la herencia cultural europea en Lima. Era una extensión más de una pequeña ciudad que dormía a espaldas del río Rímac y de cerros que dividían el Perú ancestral de la Lima europea de esculturas de mármol y balcones de madera, y también de cánones religiosos católicos súper arraigados. José Carlos Mariátegui vio a Norka en el Teatro Municipal y pensó: ¡Norka debe interpretar la Marcha Fúnebre en el Presbítero Maestro! De su paso por Europa tenía imágenes de la muerte vestida de arte. De sinfonías a la macabra luz del túnel del más allá. Lejos de las luces artificiales, había imaginado a Norka, lúgubre, entre tumbas y mausoleos, acompasada por las melodías de un triste violín al son del compositor francés.
Segundo acto, entre muertos y la música
La bailarina aceptó. El momento llegó. Estaban Norka Rouskaya y su madre. También Mariátegui y Juan Vargas Quintanilla, un periodista de la época. Luis Cáceres era el violinista principal de la orquesta del Teatro Colón. Al ritmo de las melodías de su violín despegarían rumbo al trance. En la cerrada noche limeña del 5 de noviembre de 1917, frente al monumento al mariscal Ramón Castilla, empezó el rito. Cáceres cerró los ojos y dejó de ser él, como poseído. De su violín empezó a nacer, como tantas otras veces, la Marcha Fúnebre de Chopin para detener la rotación de la tierra durante ese lapso. Según escribió luego Mariátegui fue en ese momento “en que temblaron asustados los árboles flacos y genuflexos y en que palpitó una angustia nueva en nuestros corazones”.
La luz de las velas —toda la iluminación que llevaron— revelaba el estrecho margen que hay entre las imágenes del mundo de la razón y del inasible mundo de los entes. La Caverna de las Ideas de Platón en un acto a medianoche. Norka Rouskaya, apenas acaricida por una túnica blanca, apareció en el reflejo. Fantasmal. Parecía mimetizarse con alguna de las esculturas de mármol. Cortaba el denso aire con cada meticuloso movimiento de sus brazos, de su abdomen, de sus piernas largas. El tiempo parecía descolocarse de su propia condición. El espacio afuera del cementerio iba desapareciendo lentamente. Solo iban quedando ellos ante Norka, la de los pies de seda. Norka ante ellos. Todos ante la Parca, que dejaba caer, hipnotizada, su guadaña. La idolatrada silueta de la suiza se contorneaba entre las notas de Chopin y el misterio del centenario Panteón, ante la invisible presencia de ilustres enterrados. El largo cabello negro tapó la belleza de su rostro y cayó al suelo santo, sollozante, abrumada, embrujada acaso.
Con su baile, el escenario propicio y la Marcha Fúnebre como conjuro, Norka abrió un portal momentáneo entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Desde su balsa, embelesado, Caronte los miraba.
Tercer acto, al escándalo. Hermoso escándalo
En el mundo real el acto había durado un solo minuto. En el mundo de los remilgados, en la pacata Lima no invitada la cita, había sido un sacrilegio, un activo delictivo. Un grupo de agentes comandados por el prefecto de Lima —un viejo señor de estructuras católicas muy marcadas— ordenó detener a los involucrados por delito de profanación. Luego de dos días volvieron a verse los rostros. Mariátegui, Vargas Quintanilla y Cáceres estaban ante las rejas de la cárcel de Guadalupe, arrestados por profanar un lugar sagrado y procesados por la moral católica de una ciudad conservadora. No se hablaba de otra cosa en los diarios de la capital. Rouskaya y su madre no despertaron en la habitación del Hotel Maury donde estaban hospedadas. Un grupo de monjas dominicas las escoltaba por los claustros del convento de Santo Tomás. Allí funcionaba la cárcel de mujeres.
La propia bailarina relató posteriormente en una entrevista para el diario La Prensa: «Llegamos como a las 12 y media [al Presbítero Maestro] y lo recorrimos guiados por los guardianes que llevaban hachones para alumbrarnos. Yo sentía una inquietud en mi alma, como no la había sentido en mi vida. Era algo extraño. Me sentía elevada. Mis acompañantes hablaban de la muerte y yo tenía en mi pensamiento una sutileza extraordinaria que me permitía comprender mejor que nunca, lo que estaban hablando, aunque los oía un poco lejanos. Caminábamos lentamente. De repente, en una explanada que está después de la Capilla, uno de mis acompañantes principió a tocar la Marcha Fúnebre de Chopin, en violín. Entonces yo me sentí agitada de una emoción extraordinaria y di unos pasos siguiendo el ritmo. Alcé los brazos a Dios y después me arrojé al suelo, llorando desesperadamente. Sentía en mi alma en ese momento, todo el dolor de mi vida, todo el dolor del mundo y no pude seguir.»
Al día siguiente, la Santa Inquisición se había instalado en la Cámara Alta. El senador Alejandro Vivanco pedía la cabeza del prefecto y que fuera llevado a juicio, así como cárcel para la bailarina y los periodistas. Por su parte, el diario La Unión —periódico arzobispal— tituló: “La degeneración actual”.
El 6 de noviembre de 1917 los “degenerados” recuperaron su libertad. Desde su editorial en el diario La Crónica Clemente Palma se preguntaba si el hecho fue una profanación o una osada interpretación cultural. Mariátegui va de camino a su casa. A Rouskaya y a su madre las espera un largo viaje de regreso a Europa.
Acto final
Han pasado más de 100 años desde aquel episodio. Todos los personajes ya están muertos. Pero el mítico Panteón sigue en Lima, empolvándose. Aquella madrugada, el Presbítero Maestro fue teatro de un extraño pasadizo que se abrió entre dos mundos que conviven pero que no han de conocerse. Dicen que los cementerios hablan de noche. Entre difusa la neblina que, a veces, cubre toda la ciudad, aún han de recordar las voces del más allá que vieron el espectáculo, aquella danza atemporal y aquel fúnebre violín que acercó más que nunca a este mundo visceral con los dominios de la inmortalidad.
Por: Eduardo Abusada Franco / Alejandro de la Fuente
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