Hace pocos días vimos con asombro una tormenta de arena que cubrió el cielo de gran parte del sur costeño.
Ciertamente las tormentas de arena no son del todo extrañas en esas zonas, pero esta fue de dimensiones bíblicas. Y todo lo gigantesco en la naturaleza genera un temor reverencial; es una fuerza que nos enrostra nuestra pequeñez individual ante las colosales fuerzas del planeta.
Tormenta de arena en el Perú
Hace más de 28 años me toco estar en medio de una experiencia así. Era 1997. Recién terminada de cursar el primer ciclo en la universidad y en las vacaciones de medio año fui a mi puerto, a Mollendo, a la casa de mi abuela. Seguramente dormía la resaca aquella mañana, pues era lo que hacía a esa edad en vacaciones con los amigos: beber y beber con los amigos, “como peces en el río”.
Nuestra casa de Mollendo es de madera y las habitaciones son de altísimos techos. La luz del sol se cuela con facilidad por las persianas de madera, por las ventanas altas a las que no llega la altura de ningún hombre y cuyas cortinas solo se pueden correr con un largo cordón.
Estaba todo cerrado en mi habitación, pero en el zaguán, al costado de donde dormía, la luz entraba por los ventanales encima de la puerta principal. Pero aquel día era como si no hubiera amanecido. Mi abuela me despertó para que vea el fenómeno.
Cualquier síntoma de resaca se despejó de pronto.
Tras la tormenta de arena entraba un resplandor amarillento, no un amanecer claro. Todo estaba de un tono sepia, difuminado, como una fotografía antigua mal tomada a la distancia. Parecía que aquella fecha se estaba iniciando el fin del mundo. Hice la señal de la cruz por si acaso. Puedo aún recordar la temperatura. Se sentía un ambiente tibio y supuestamente era temporada de invierno. Como si alguien hubiera prendido el aire caliente que llevan la calefacción de los autos.
En lugar de tormenta de arena les llamábamos de otra manera
Ruthy, mi abuela, me dijo que era un “terral”. Es así como llaman en el sur a las tormentas de arena; aunque la definición del diccionario de “terral” dice otra cosa. Como sea, en Mollendo les dicen terral a estos eventos climatológicos. Ella, añosa, ya los había vivido.
Para mí, era la primera vez. Con 17 o 18 años, era un chiquillo intemperante ante los riesgos. Me gustaba correrlos. Me había matriculado en Derecho, pero más adelante me haría periodista. Una definición de periodista dice que es aquel que cuando escucha balazos, corre en dirección de donde salen los tiros.
Entonces decidí salir a conocer el terral, a estar en medio de él, en el ojo de la tormenta. Al frente vivía un amigo de la gallada, el Tunche. Le decían así porque venía de Juanjuí. Para él, que era de la selva, aquel día caliente, ventoso y pletórico de polvo, uno de los que más recuerdo de mi juventud, le resultó aún más extraño que a mí. Lo fui a buscar y salió con una sonrisa enorme, como quien va al circo por primera vez. “¿Qué está pasando?”, nos decíamos entre risas.
En ese momento no teníamos conciencia del peligro. Luego me explicaron que cuando hay terral uno debe resguardarse, pues los vientos son huracanados y se sueltan las calaminas, que pueden degollarte antes de las que veas, ya que la visibilidad es casi nula por la tierra en el aire que difumina todos los objetos.
Aquella tormenta de arena vívida aún
Pero estábamos allí, cagados de risa y curiosidad. Bajamos caminando por la avenida Mariscal Castilla. El viento era durísimo. Tirábamos el cuerpo hacia adelante y el viento nos sostenía. Caminábamos con esfuerzo, cortando el aire denso. Las orejas del Tunche, de talla extra grande, parecían unas cometas. Pensaba que iba a salir volando el flaco. Nadie más estaba en la calle. Quizás distinguimos apenitas las luces de algún auto que pasó.
Llegamos al centro de Mollendo y vimos que fue demasiada travesura y que era mejor buscar refugio. Fuimos a casa de Jacobo, otro gallo de la pandilla. Su mamá, mi tía María Angélica, nos recibió como a dos náufragos y ya no nos dejó salir hasta que mejore el clima. Se rieron cuando nos vieron. Entonces recién pudimos vernos en el espejo. Una tierra blanquecina nos cubría desde la punta del pelo hasta la punta de los pies. Estábamos como dos papas rellenas embardunadas en harina listas para freír. Fue así como estuve en el ojo de una tormenta de arena. Por una hora desafiamos la ira de Dios. Hoy, casi 30 años después, tal vez lo volvería a hacer; pero ahora me pondría un casco.
Por: Eduardo Abusada Franco
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